Decía que no habría sorpresas. Que la presidencia era suya. Otra vez.
El calendario marcaba el domingo como un mero trámite. Pero las horas recientes han sido menos predecibles que el silencio en una audiencia sin juez.
La magistrada Lisbeth Aurelia Jiménez Aguirre llega a la elección del 1 de junio con toga asegurada, pero sin la silla que importa.
Desde Palacio, no el de la justicia, comenzaron a marcar otra ruta.
Una que cruza por Morena, pasa por un voto corporativo afilado y termina en el escritorio de una figura que, sin necesidad de firma, ya firma las decisiones: la misma que instaló a Stefanie Rosas en la Fiscalía Anticorrupción.
La primera señal no vino con estruendo. Llegó en forma de exclusión.
Perfiles que salieron del Comité de Evaluación del Poder Judicial del Estado de Veracruz —el que ella misma controlaba— fueron “bajados” sin estridencia, pero con mensaje: “Llega ella, pero no los suyos.”
Jonathan Máximo Lozano, René Augusto Sosa, Gerardo Escobedo. Todos candidatos. Ninguno viable.
Lisbeth escuchó. El eco no fue institucional.
Porque en el Poder Judicial de Veracruz aún no hay nada para nadie.
Porque allá —a diferencia de la elección federal— los “acordeones” no circulan en sobres, ni las urnas están listas para aplaudir.
Aquí el pulso se mide con otro termómetro. Uno que no dicta el pleno, sino el telón.
Y en el telón, ya no se ve su sombra.